No quiero que mi trabajo sea como esos sitios de moda, impecables, luminosos, diseñados para fotos de instagram.
Lugares donde todo encaja, pero nada habita.
Espacios pensados para impresionar, no para quedarse.
Que hoy están llenos, y mañana se olvidan.

No quiero eso.

Yo quiero ser una casa viva.
No perfecta.
No pensada para gustar.
Una casa con alma.
Con su desgaste. Su historia. Sus rincones.
Donde las cosas no combinan, pero significan.
Donde el silencio tiene lugar.
Donde el tiempo no corre, se posa.

Una casa que no está en el centro del mercadeo.
A la que no se llega por impulso, sino por decisión.
Hay que buscarla.
Hay que desviarse del camino rápido y fácil.

Y cuando llegas, no hay bienvenida perfecta.
Hay una silla bajo el árbol.
Hay una taza.
Hay alguien que escucha sin prisa.

Aquí no hay postureo.
Aquí no hay “lo último”.
Aquí no hay diseño para gustar.

Hay tierra.
Hay comida caliente.
Hay vida real, aunque no sea bonita.
Y hay alguien que no pretende arreglarte,
solo estar contigo con honestidad.

Algunos llegan y se quedan un rato.
Otros pasan de largo.
La casa no pregunta.
Solo sigue ahí.